viernes, 26 de noviembre de 2010

Quince años.


Podría empezar esta historia diciendo que lo que pasó no fue planeado, que eran cosas del destino. Pero mentiría.

Empezaré diciendo que por aquella época me trasladé a vivir a Londres, necesitaba un cambio en mi vida, y qué mejor sitio para empezar que en otro país. El primer trabajo que encontré fue en una conocida franquicia de comida rápida. No era mucho, pero daba para sobrevivir en aquella ciudad.

Aquella tarde mi turno estaba a punto de terminar cuando oí su voz pidiendo uno de los menús que se anunciaban en el establecimiento. Han pasado unos quince años desde el instituto, pero aún recuerdo su voz, aunque sus palabras sean en otro idioma.

No me lo podía creer... Había cambiado, es normal, quince años son muchos años, pero aún así, estaba casi igual. Me cambié a toda prisa y esperé apostada en la parada de autobús que había en la puerta del restaurante, si es que a aquel antro podía llamarse así, y esperé a que saliera.

Al cabo de un rato salió sólo y con la mirada algo perdida, así que no dudé en acercarme a él.

-¿Jorge?
-¿Sí? -Me miró algo extrañado, pero al cabo de unos segundos me reconoció.
-¿Nadia? ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces tú por aquí?
-Trabajo aquí -dije mirando la puerta por la que acababa de salir unos segundos antes.
¿Y tú?
-He venido a desconectar un poco. Ha sido un viaje de una semana. Me voy mañana por la tarde.

Al final acabamos en una cafetería contándonos nuestras vidas entre risas y cafés imbebibles. En un momento indeterminado de la charla nos quedamos callados y supimos que acabaría pasando lo que debió pasar hace quince años. No sé si fue para callar aquel silencio incómodo o por simple impulso, pero acabamos uniendo nuestros labios en un beso tan intenso como esperado.

Salimos de aquella cafetería besándonos mientras nos chocábamos contra los portales, sin importarnos (ni entender) lo que parecían quejas de vecinos Llegamos al cuchitril que tenía alquilado por Notting Hill y entramos en el dormitorio dejando un reguero de prendas y zapatos desperdigados por el pasillo, para no perder el camino de vuelta a la cordura.

Te tenía delante y no me lo podía creer. Desde que nos conocimos en el instituto siempre supimos que entre los dos había atracción mutua, pero debido a las circunstancias, ninguno de los dos nos atrevimos a dar el primer paso para no acabar con la amistad que unía a la pandilla. Cuando tu familia se trasladó a otra ciudad poco antes de que cumpliéramos dieciséis años, pensé que nunca más volvería a verte. A fin de cuentas, debido a la profesión de tu padre nunca pararías mucho tiempo en el mismo destino.

Pero ya no estábamos en el instituto, ni siquiera en España, y la pandilla se había disuelto casi por completo. Y ya no éramos adolescentes, sino adultos a los que la vida les ha enseñado a aprovechar el momento. Carpe diem, que diría el poeta.

Nuestro primer beso fue uno de esos besos tímidos, casi de los que se dan pensando en que o te responden con otro beso o con calabazas, pero después pasamos inmediatamente a los besos que saben que tienen las horas contadas. Nos besábamos como dos reos que saben que van a morir mañana. Y no era eso lo que quería. Quería saborearlos, disfrutarlos, retenerlos en el paladar y en la memoria.

Me separé de ti unos centímetros, lo justo para desorientarte un poco, y cuando te tuve a mi merced te besé con un beso largo y tierno, de esos que se quedan guardados en la memoria táctil de los labios. Luego, seguí besando tu cuello, a veces despacio y a veces acelerando un poco más el ritmo.
Aquella noche serías mío por unas cantas horas, y quería aprovecharlas al máximo.

Volví a mirarte y te vi desarmado, como si no me reconocieras o no te lo esperaras. Pero tu gesto de sorpresa se tornó en aquella sonrisa que me enamoró siendo una adolescente.

Los besos ahora bajaban por tu pecho, volvían a subir por tu cuello con la intención de darte un beso que parecía más bien un mordisco para acabar bajando por tu espalda mientras mi mano acariciaba tu entrepierna.

A aquellas alturas del partido tú no podías más y me lo hiciste saber. Me tumbaste en la cama boca arriba mientras ahora eras tú el que me besaba. Primero en los labios, luego los besos caían sin orden alguno -ni falta que hacía- sobre mi piel desnuda.

Antes de que te dieras cuenta te tumbé sobre la cama y me puse encima tuya. Sentí cómo entrabas dentro de mí y no sabes hasta qué punto me gustó aquella sensación. Nunca olvidaré tu cara mientras te cabalgaba al ritmo de nuestros gemidos.

La batalla cuerpo a cuerpo duró hasta el amanecer, momento en el que caímos rendidos de cansancio y placer.

Cuando desperté, sobre la mesilla de noche encontré una nota de despedida:



“Buenos días, Pelirroja. Me encantó lo de anoche, pero mi vuelo sale
en unas horas y aún tengo que recoger mis cosas.
Un beso. Nos vemos”

A aquellas hora en Londres el cielo estaba nublado y la lluvia lo cubría todo. Pero merecía la pena la lluvia.

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